martes, 15 de febrero de 2011

EN LO ALTO... LA LUNA


Lo peor del paso del tiempo no es el recuerdo, es el olvido.
Si te refieres a ella, no sé qué te lastime más, pensar si aún la quieres o saber que nunca estuvo ahí.
Ambas duelen.
En este caso tendríamos que ver cuál duele menos.
Tendría que no doler para estar bien conmigo mismo.
¿Y ella?
Ella está bien.

Hace frío, una canción de Arjona me recuerda “…se nos muere el amor, ya no nos queda nada, se nos muere el amor…”. Anoche, sentado frente al televisor, idiotizado, sin saber si encenderlo o ver esa pantalla ploma donde mi mente ha dibujado un par de siluetas que están de espaldas, ella sosteniendo un vaso y él, un reloj, pienso si a pesar del tiempo he logrado olvidar su rostro, su figura, su perfume. Cada nota que produce el oscuro de la noche es una daga que se clava en la memoria.

Van cinco días (con sus noches) que no ha parado de llover, afuera las gotas se estrellan contra el piso y esas figuras geométricas se deshacen en el cemento, se han formado charcos de agua en las aceras y en el centro flota un barquito de papel que alguien ha dejado (quizás) cuadras arriba. Un gato está debajo un árbol lamiéndose la pata izquierda, mira el cielo y después avanza despacio, ve a los costados y antes que caiga el siguiente rayo, trepa el muro de ladrillo y se dirige a la casa del frente, no voltea la cabeza pero sabe que lo estoy viendo, salta unas ramas y se pierde.

¿La olvidarás algún día?
Quizás.
¿Pensaste viajar?
Por el Mediterráneo, los Alpes o la selva, ella seguirá ahí.
Necesitas alejarte.
Por donde vaya ella me sigue.

No existe la receta única para una tarde lluviosa, caminar mientras las gotas te inundan la cabeza con ese frío que ahoga, sentir que por la punta de los dedos escapa esa tibia sensación de soledad, los pies descalzos sintiendo el lodo que se forma en el camino de tierra por el que voy. En las casas las familias sentadas alrededor de la mesa cenando, él la abraza, ella le dice a la niña que vaya a la cocina y coloque unos vasos, en sus ojos está la calidez de las palabras que hace tiempo las tenía yo mismo en un invierno cualquiera. Se detiene un auto y pregunta, ella, que conduce, si estoy bien, si necesito ayuda, todo bien gracias, sube la ventanilla y viendo de reojo el retrovisor continúa. Su mirada perdida me dice que quizás está sola y ha salido a dar un par de vueltas por la ciudad, quiere pensar en su soledad, la familia lejos, las nubes oscuras en lo alto, no tan alto porque si alzara los brazos las tocaría, lo suficiente para evitar que la luz del sol llegue a sus cabellos que a pesar de todo están mojados.

El problema no es ella, soy yo.
Entonces hay un problema.
Siempre lo hubo, con ella y sin ella.
Ahora ya no hay problema porque estás solo
No sé que me afecta más, ella o su ausencia.

Cuando creo ha de terminar cierro los ojos y me pregunto si la vida es obra de Dios o del diablo. Han pasado dos, tres, cuatro horas, aún veo el reflejo de la última casa en la ciudad, camino sintiendo en la planta de los pies el frío del agua y las piedras que se arremolinan en las veredas cercanas, a lo lejos un par de estrellas brillan mientras las nubes se deshacen con el viento que recorre impasible hacia el sur, la noche muestra su cara más triste, aún falta mucho por seguir, recuerdo el televisor apagado, las siluetas que están de espaldas, hay algo que he empezado a olvidar. La luna ha salido en lo alto.

martes, 8 de febrero de 2011

MIENTRAS LLEGAS...

Camino por la plaza principal, son las 17:45, caen una gotas tímidas mientras un viento del norte sopla, leve, un niño potosino que no pasa los cuatro años da vueltas alrededor de su latita en el piso, salta, mueve los brazos y la cabeza mientras el radio suena unas tonadas que parecen tinku. Lo veo y noto en sus ojos cansancio, lo hace (quizás) no por las monedas, sino porque siente la música en el cuerpo, se acerca una señora, se inclina y lanza un par de centavos mientras le acaricia la cabeza que la tiene forrada de un gorro típico de su pueblo, sonríe y comenta con la amiga que eso no debería pasar, no debería existir niños en las calles.

Como siempre está atrasada, quedamos a las 17:30, a veces llega demasaido tarde, ya casi me acostumbra su impuntualidad. Camino un par de cuadras, suena el celular, dice que se atrasará otros quince minutos. Voy por un helado, pienso que nada cambiará, seguiremos ese juego de buscarme cuando quiera y estar, yo, cuando pueda. Una canción de Lady Gaga suena por los parlantes del radio del puesto callejero que está en una de las aceras, de repente escucho seis latigazos que suenan a mi costado, un hombre se desploma mientras una chica de unos trece años grita asustada, todos nos ponemos pecho a tierra mientras tratamos de ubicar de dónde viene el sonido, un hombre de no más de treinta años avanza hacia el lado opuesto de la calle, arma en mano, se monta en una motocicleta donde lo espera otro individuo con un casco puesto, arranca y se pierden doblando por la esquina derecha.

Las piernas dobladas, se toca el pecho, la gente se amontona, gritos, ella, debe ser su hija pide que lo ayuden, por favor, los autos se detienen y un par de señoras lloran al verlo ahí tendido, con la boca abierta y un rojo opaco que mancha sus ropas, está echado tomándose con una mano el pecho. Fueron disparos, sin más que medie el ocaso estoy ahí de pie, sacudiéndome la ropa, veo dos huecos en la pared, sigue sonando Lady Gaga.

Vuelvo a la plaza, el niño está sentado contando las monedas de su latita, un señor se acerca y le entrega una botella semivacía con soda, un guardia municipal lo mira y sigue hacia el puesto de periódicos, cruza la vereda y pregunta algo que no escucho mientras habla por el handie. Busco una silla vacía, unos niños corren, algunos con globos en la mano, otros tratan de agarrar palomas con los brazos extendidos, se han encendido las luces de los faroles, iluminan los árboles, las hojas caídas, un par de viejitos preguntan una dirección, tres cuadras más arriba, van de la mano, él con un bastón, ella un chal blanco.

Llega con el bolso al hombro y un cuaderno, hablamos un rato, pregunta si ha pasado algo interesante, me quedo callado, veo a los costados y respondo: algunas cosas, vamos a “Café 24”, nos sentamos, toca una canción de Bosé, pedimos unos café cortado, la noche va cayendo, veo los faroles encendidos mientras en la plaza los niños juegan.

martes, 1 de febrero de 2011

CARTA A ELLA...

Van varias cartas que envío y aún no sé de ti, parece que has decidido tomar un descanso y recluirte como lo hace Naoko en Tokio Blues de Haruki Murakami, quizás (al igual que ella) veas la vida diferente y creas que de una u otra forma necesitas ese espacio de soledad y alejarte del mundo entero, incluso de mí y sentir que todo debe volver al estado de paz que estaba hace un par de meses. A veces, de noche, empiezo a escribir contándote los miedos y dudas, los vacíos e intervalos de tiempo en que se me nubla la mente y no puedo, no puedo seguir porque veo que algo no cuadra, doy vuelta la página y siento que nada tiene sentido, nada, la rompo y empiezo otra vez describiendo con detalles cómo ha sido hoy, desde que me levanto hasta que sentado en la silla de la sala, a la luz de la lámpara de 40 wats que tiene el brazo flojo y que con un par de ligas he logrado que permanezca estable, anochece, en medio de intentos desesperados de salvar este abismo entre la mente y el lápiz, ese lugar tan oscuro, inhóspito.

A veces mis historias empiezan con ánimos renovados, diciendo que hoy ha sido un día estupendo y que nada de lo que pasa afuera importa realmente, que hoy he decidido empezar de cero y ponerme metas que esta vez sí voy a alcanzar, pero luego me detengo, me detengo pensando que te miento y me miento, que no soy quien escribe esas letras, que no soy yo quien está sentado en este departamento desordenado y poco iluminado, en medio de restos de comida, envases sucios y ropa a montones que me da vergüenza describir, entonces voy al baño, enciendo la luz y veo el reflejo en el espejo, no soy yo, veo a través de esos ojos rojos y me doy cuenta que ninguna de las palabras que están en el papel tiene sentido y a pesar que la imagen demacrada quiere creer que está vivo y que todo es cierto, hay algo muerto y ni las letras reflejadas en las paredes en ese blanco marchito que ciega podrán revivirlo.

Anoche me agarró la nostalgia y revisé en el computador tus correos, donde decías que todo saldrá bien, nada de lo que opinen los demás importa, sólo los segundos, minutos y horas que estoy a tu lado cuentan, a pesar de lo que crea, estás a mi lado, que si él te acompaña y pasa los días contigo, lo nuestro es más fuerte porque somos amigos, cuentas en unas líneas cómo nos conocimos y a pesar que nunca hemos salido a tomar un café o a pasear por las plazas de noche en viernes, estás conmigo siempre. Hoy hace frío, veo los vidrios de las casas vecinas y todos están empañados, algunos rayos de la noche se filtran por las cortinas, busco una frazada y la coloco sobre mis hombros y vuelvo a leer la carta que he dejado a medias mientras unas hormigas dan vueltas alrededor de unas migas de pan que están en la mesa.

Anoche soñé que estaba vivo y caminaba por la calle Jaen, me topé con varios seres que deambulaban por las aceras y veredas de las casas con las fachadas viejas y despintadas, pasaba delante de ellos y notaba en sus ojos el frío que esta noche mi cuerpo está sintiendo, los saludé y una mueca de tedio era todo lo que recibí, seguro buscaban la luz que no está más en nuestras vidas, ese hálito de ilusión que se les ha escapado, soñé que estaba vivo y respiraba, mis pulmones se hinchaban y trataba de retener la mayor cantidad de aire pensando que aún rondaba las habitaciones de tu casa, por un instante sentí que del norte venían nubes y algunas gotas caían, todo se tornó más frío aún, más oscuro.

Déjame decirte que cada tarde al regresar busco debajo la puerta una carta tuya, una hoja doblada que me diga que estás viva, que sigues a mi lado haciéndome compañía en medio de tanto desvarío, déjame decirte que no he olvidado la promesa que te hice cuando escribí la carta número cien hace ya un par de meses, no he olvidado que debo conocer cada semana alguien nuevo y tratar de buscar en esa compañía el fin a mi insomnio. No he podido cumplir la segunda promesa, la cual decía que al sentir la invasión de la soledad, dibujaría con palabras, historias que expíen mis miedos, en aquellas hojas que compramos en la Villa en septiembre (estaban de rebaja ¿recuerdas?), han sido historias, unas tras otras, reales o inventadas, cuando de noche no duermo enciendo el cigarro que dejo en la ventana y escribo y cuento vivencias de seres deformes, figuras vacías, una mezcla de colores opacos que de verlos provocan vómitos. He tratado de escribir el silencio sin poder reflejarlo en palabras esa dimensión de paz que me da cuando cierro los ojos y me dejo caer cansado.

Avísame si debo dejar de escribirte, dejar de fumar o dejar de conocer gente nueva.



Gustavo
19.01.11