Cuando los ojos ya no aguantaban y el peso del mundo se sentía en los párpados, cualquier sitio era bueno para echarle una dormidita, un karaoke fulero, una discoteca chojcha o por último, algún alojamiento de mala muerte, donde se podía ver las sábanas con resto de sangre o semen seco, al fin y al cabo, uno buscaba protegerse del frío y el viento que recorre las calles paceñas. Las noches de verano son las más frías que he sentido en mi vida.
Estaba El Caracol en la Buenos Aires, donde iban las imillas y llokallas más peligrosos de la ciudad, tocabas la puerta y un tipo gordo y con más tajos en la cara que crucigrama, atendía y si le daba la gana entrabas, si no te cerraba con puteada de por medio por haberlo hecho despertar. Se bajaban unas gradas estilo caracol de cemento tosco y ordinario hasta llegar a un espacio inundado de olor a baño trancado, orines, excremento y falta de ventilación por semanas. Dos parlantes clavados en el techo expulsaban las cumbias más conocidas mientras en la pista las polleras volaban como cometas pesadas, de todos los colores y zigzagueando. Ambientes pequeños con cortinas pesadas y que al tocarlas nomás se sentía que eran usadas como pañuelos o toallas en las que se limpiaban la cara, las manos y se soplaban los mocos los que podían.
Lo peor eran los baños, si uno iba a orinar, no podía menos que vomitar un par de veces por lo que veía u olía, a veces algún desgraciado no dejaba pasar porque su cuate estaba funkeando con alguna imilla o se encontraba con que alguien que había ido a hacer sus necesidades y de ebrio se durmió sentado o echado en semejante urinal; si así pasaba, no quedaban más que dos opciones: salir del antro para orinar en la calle bajo riesgo que el hijoputa del sereno no te readmita en tan exclusivo local o descargar lo que no se necesitaba en el cuerpo en alguna esquina de la discoteca mientras tus carnales hacían de cortina, aunque a decir verdad a nadie le importaba bailar sobre un poco de líquido corpóreo.
Una vez tomando una cerveza vi una pelea entre un par de tipos que a sopapo limpio se abrían heridas en la cara, el único recuerdo de esa noche es el reloj de uno de los maracos que voló a mi mesa y antes que alguien diga miau lo metí en el bolsillo de la chamarra y seguí bebiendo como si nada hubiera pasado.
Al salir, era normal escuchar gritos, pateadas de puertas de las casas vecinas por los más ebrios y los no admitidos o alguna pareja teniendo relaciones sin la menor vergüenza, tendidos en el piso. Hace tiempo que no voy a ese local, pero escuché por ahí que lo clausuraron hace un par de años cuando los muertos pasaban de dos por semana.
Estaba El Caracol en la Buenos Aires, donde iban las imillas y llokallas más peligrosos de la ciudad, tocabas la puerta y un tipo gordo y con más tajos en la cara que crucigrama, atendía y si le daba la gana entrabas, si no te cerraba con puteada de por medio por haberlo hecho despertar. Se bajaban unas gradas estilo caracol de cemento tosco y ordinario hasta llegar a un espacio inundado de olor a baño trancado, orines, excremento y falta de ventilación por semanas. Dos parlantes clavados en el techo expulsaban las cumbias más conocidas mientras en la pista las polleras volaban como cometas pesadas, de todos los colores y zigzagueando. Ambientes pequeños con cortinas pesadas y que al tocarlas nomás se sentía que eran usadas como pañuelos o toallas en las que se limpiaban la cara, las manos y se soplaban los mocos los que podían.
Lo peor eran los baños, si uno iba a orinar, no podía menos que vomitar un par de veces por lo que veía u olía, a veces algún desgraciado no dejaba pasar porque su cuate estaba funkeando con alguna imilla o se encontraba con que alguien que había ido a hacer sus necesidades y de ebrio se durmió sentado o echado en semejante urinal; si así pasaba, no quedaban más que dos opciones: salir del antro para orinar en la calle bajo riesgo que el hijoputa del sereno no te readmita en tan exclusivo local o descargar lo que no se necesitaba en el cuerpo en alguna esquina de la discoteca mientras tus carnales hacían de cortina, aunque a decir verdad a nadie le importaba bailar sobre un poco de líquido corpóreo.
Una vez tomando una cerveza vi una pelea entre un par de tipos que a sopapo limpio se abrían heridas en la cara, el único recuerdo de esa noche es el reloj de uno de los maracos que voló a mi mesa y antes que alguien diga miau lo metí en el bolsillo de la chamarra y seguí bebiendo como si nada hubiera pasado.
Al salir, era normal escuchar gritos, pateadas de puertas de las casas vecinas por los más ebrios y los no admitidos o alguna pareja teniendo relaciones sin la menor vergüenza, tendidos en el piso. Hace tiempo que no voy a ese local, pero escuché por ahí que lo clausuraron hace un par de años cuando los muertos pasaban de dos por semana.