Lo peor del paso del tiempo no es el recuerdo, es el olvido.
Si te refieres a ella, no sé qué te lastime más, pensar si aún la quieres o saber que nunca estuvo ahí.
Ambas duelen.
En este caso tendríamos que ver cuál duele menos.
Tendría que no doler para estar bien conmigo mismo.
¿Y ella?
Ella está bien.
Hace frío, una canción de Arjona me recuerda “…se nos muere el amor, ya no nos queda nada, se nos muere el amor…”. Anoche, sentado frente al televisor, idiotizado, sin saber si encenderlo o ver esa pantalla ploma donde mi mente ha dibujado un par de siluetas que están de espaldas, ella sosteniendo un vaso y él, un reloj, pienso si a pesar del tiempo he logrado olvidar su rostro, su figura, su perfume. Cada nota que produce el oscuro de la noche es una daga que se clava en la memoria.
Van cinco días (con sus noches) que no ha parado de llover, afuera las gotas se estrellan contra el piso y esas figuras geométricas se deshacen en el cemento, se han formado charcos de agua en las aceras y en el centro flota un barquito de papel que alguien ha dejado (quizás) cuadras arriba. Un gato está debajo un árbol lamiéndose la pata izquierda, mira el cielo y después avanza despacio, ve a los costados y antes que caiga el siguiente rayo, trepa el muro de ladrillo y se dirige a la casa del frente, no voltea la cabeza pero sabe que lo estoy viendo, salta unas ramas y se pierde.
¿La olvidarás algún día?
Quizás.
¿Pensaste viajar?
Por el Mediterráneo, los Alpes o la selva, ella seguirá ahí.
Necesitas alejarte.
Por donde vaya ella me sigue.
No existe la receta única para una tarde lluviosa, caminar mientras las gotas te inundan la cabeza con ese frío que ahoga, sentir que por la punta de los dedos escapa esa tibia sensación de soledad, los pies descalzos sintiendo el lodo que se forma en el camino de tierra por el que voy. En las casas las familias sentadas alrededor de la mesa cenando, él la abraza, ella le dice a la niña que vaya a la cocina y coloque unos vasos, en sus ojos está la calidez de las palabras que hace tiempo las tenía yo mismo en un invierno cualquiera. Se detiene un auto y pregunta, ella, que conduce, si estoy bien, si necesito ayuda, todo bien gracias, sube la ventanilla y viendo de reojo el retrovisor continúa. Su mirada perdida me dice que quizás está sola y ha salido a dar un par de vueltas por la ciudad, quiere pensar en su soledad, la familia lejos, las nubes oscuras en lo alto, no tan alto porque si alzara los brazos las tocaría, lo suficiente para evitar que la luz del sol llegue a sus cabellos que a pesar de todo están mojados.
El problema no es ella, soy yo.
Entonces hay un problema.
Siempre lo hubo, con ella y sin ella.
Ahora ya no hay problema porque estás solo
No sé que me afecta más, ella o su ausencia.
Cuando creo ha de terminar cierro los ojos y me pregunto si la vida es obra de Dios o del diablo. Han pasado dos, tres, cuatro horas, aún veo el reflejo de la última casa en la ciudad, camino sintiendo en la planta de los pies el frío del agua y las piedras que se arremolinan en las veredas cercanas, a lo lejos un par de estrellas brillan mientras las nubes se deshacen con el viento que recorre impasible hacia el sur, la noche muestra su cara más triste, aún falta mucho por seguir, recuerdo el televisor apagado, las siluetas que están de espaldas, hay algo que he empezado a olvidar. La luna ha salido en lo alto.